Hoy en día, cada suceso desafortunado suele tener su campaña de prevención. El exceso de velocidad, el alcohol y el tabaco son el día al día de los departamentos de depresión de las agencias. Con la crisis migratoria se abre sin embargo otro campo: la publicidad anti-refugiados.

Uno de los pioneros en este ámbito fue el gobierno de Australia. Ya en 2014 los del quinto continente se gastaron tres millones de dólares en carteles y una novela gráfica para quitarles las ganas de venir a refugiados de todo el mundo. El año pasado rodaron incluso una peli para mostrar el peligro de tomar rumbo a Australia. Journey se estrenó en cines en Afganistán, Pakistán, Irán e Irak y costó los insignificantes seis millones de dólares.

Inspirados en ello, también los gobiernos europeos se lanzaron a la aventura del desánimo. Los daneses lo intentaron con anuncios en periódicos libaneses. Los austríacos entre otros con autobuses rotulados en Afganistán. Los alemanes con un anuncio en la tele que, en un intento positivista, celebra la belleza y los oportunidades que Afganistán puede ofrecer a sus ciudadanos.

Y los italianos con una página web juntando historias reales de inmigrantes. Estas no muy positivas, claro.
Cierto, todos estos gobiernos afirman de solo quieren prevenir a los refugiados de lanzarse a un viaje peligroso y en la mayoría de los casos inútil. Sin embargo, no cuesta mucho esfuerzo para ver la dimensión política detrás, sobre todo en una Europa con la ultra-derecha en alza. Ahora bien, se pueden tachar de extraño e incluso de cínico estas medidas. Pero quizá no hay que prestarles demasiada atención tampoco. Porque como sucede con casi todas las campañas de cambio de comportamiento, también el efecto de estas es, pues muy limitado. En el mejor de los casos.